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domingo, 5 de julio de 2009

Historia e historiadores

José Rubén Romero Galván, "Historia e historiadores", en Revista de la Universidad de México, Nueva Época, Número 64, Junio 2009, pp. 25-28. Versión PDF

lunes, 24 de noviembre de 2008

El registro del tiempo en Mesoamérica.

Por Manuel Gerez*




Uno de los logros intelectuales más fascinantes de la historia de la humanidad es el registro del paso del tiempo y la construcción religiosa que se desprende de ello. En él intervienen la observación y la acumulación de conocimiento a través de miles de años. No es por demás que a los registros calendáricos mesoamericanos se les considere uno de los logros culturales más importantes de las naciones indígenas.
El calendario determinaba la vida cotidiana e institucional en el mundo prehispánico. Todo, desde el nombre de un niño hasta el inicio de la guerra, el comienzo de la siembra y la cosecha, estaba determinado por la lectura del calendario y la observación del cielo. Sin embargo, no debemos considerar el registro calendárico como la única concepción del tiempo: el paso del tiempo es el movimiento de los dioses en el espacio sagrado y éste no sólo lo conforma el cielo sino la tierra (el altépetl como centro del universo). Elementos de la geografía, particularmente elevaciones (cerros, lomas o montañas), sirven de marcas para el cálculo de sol (por ende del tiempo) en las observaciones astronómicas. En ocasiones, en estas zonas que marcan la salida del sol en determinado año vistas desde un lugar fijo que sirve como observatorio, se erigen estelas o monumentos. La labor de la arqueoastronomía nos ha aportado varios trabajos donde se acentúa la importancia del espacio geográfico en las observaciones astronómicas.
Cada elemento que conforma el calendario es, además, una deidad en sí misma: números, plantas, animales, colores, contienen un significado sagrado y una carga positiva o negativa que tendrá incidencia en la vida humana. Su orientación hacia algún punto del universo y la combinación entre los diversos elementos que lo componen, determinará tiempos de calamidades, de sequía, de conquistas, de expansión, de dominio, de bonanza, de enfermedades.
El calendario era compartido por todos los pueblos mesoamericanos, desde Costa Rica hasta Nayarit. Estaba conformado por la denominada “cuenta corta”, “rueda de calendario” o xiuhmolpilli (atadura de los años); en realidad son dos registros calendáricos distintos: el calendario sagrado de 260 días y el calendario solar de 360 días más 5 días nefastos. La combinación de cada uno de los elementos de ambos calendarios en la rueda calendárica, registraba un ciclo de 52 años o 18 980 días: el denominado siglo mesoamericano. El ciclo se completaba al dar toda una “vuelta”; es decir, todos los elementos caminaban por los cuatro cuadrantes del universo (véase por ejemplo el Códice Madrid) sin repetirse durante 18 980 días. El problema es que un registro de este tipo, correspondiente a decir por ejemplo viernes 3 de agosto, no determina de qué año se habla. Así el viernes 3 de agosto se repite cada 52 años sin indicarnos si es del año 896 o del 1234, por poner un ejemplo.
El origen del calendario sagrado de 260 días (13x20=260) llamado tonalpohualli o tzolk’in es incierto. Algunos investigadores han determinado que en la latitud 15° N, la distancia de los dos pasos del sol por el cenit corresponde a 105 y 260 días, respectivamente. Existen dos ciudades prehispánicas de una asombrosa tradición astronómica: Copán e Izapa que se encuentran en esta latitud. Sin embargo, la documentación con que contamos hasta ahora indica que el registro del calendario de 260 días no proviene de esa zona sino del Valle de Oaxaca, donde contamos con una inscripción del 600 a.C. en San José Mogote, seguida de Monte Albán que presenta ya inscripciones con el calendario solar.
Como decíamos, la rueda de calendario funciona mediante el paso secuencial de ciclos. Los arqueólogos idearon, para su comprensión, la representación de cada componente como una máquina de engranes. Al engrane más pequeño le corresponden los numerales del tzolk’in del 1 al 13. Este se conecta con cada uno de los 20 meses que formaban el tzolk’in (Imix, Ik’, Ak’bal, Kan, Chikchan, Kimi, Manik’, Lamat, Muluk, Ok, Chuwen, Eb, Ben, Ix, Men, Kib, Kaban, Etz’nab, Kawak, Ahaw). Así tendríamos el registro del calendario sagrado: 1 Imix, 2 Ik’,…, 13 Ben, 1 Ix, 2 Men, etc. El siguiente engrane son los numerales del haab (ciclo de 365 días o 18x20+5) que iban del 0 o portador del mes al 19, para conectarse finalmente con el último engrane que corresponde a los 20 meses del haab (Pohp, Wo, Sip, Sotz’, Tzek, Xul, Yaxk’in, Mol, Ch’en, Yax, Sak, Keh, Mak, K’ank’in, Muwan, Pax, K’ayab, Kumk’u y Wayeb –el mes de 5 días nefastos, en náhuatl nemontemi). La secuencia del haab sería 0 Pohp, 1 Pohp, 2 Pohp,…, 19 Pohp, 0 Wo, 1 Wo, etc. Enlazados los engranes, la rueda de calendario combinaría ambos registros y tendríamos fechas como estas: pongamos la fecha de 6 Ik’ 0 Pohp. El día siguiente será 7 Ak’bal 1 Pohp, luego 8 Kan 2 Pohp… cuando se llega al 13 Muluk 7 Pohp el siguiente día será 1 Ok 8 Pohp, puesto que los numerales del calendario sagrado llegan a 13, mientras que los del haab llegan a 19. Así continúa hasta 12 Imix 19 Pohp y el día siguiente sería 13 IK’ 0 Wo.
Cada año comienza sólo con alguno de los 4 portadores de año, que varían entre el Clásico y el Posclásico. Los portadores o años dominicales más antiguos en la zona maya corresponden a Ik’, Manik’, Eb y Kaban, mientras que en los códices el grupo más representado es el de K’an, Kib, Lamat, Ahaw y Eb. El uso de los portadores es determinante en las creencias religiosas mesoamericanas, pues son éstos los que determinan si el año será benéfico o trágico.
Si bien la cuenta corta es compartida en toda Mesoamérica, al principio de nuestra era aparecen en la zona del sur del Golfo de México y en las costas del Pacífico en Guatemala y Chiapas el registro de inscripciones calendáricas que pertenece a la cuenta larga. Los registros más antiguos de los que hasta ahora tenemos noticia, provienen de la Estela 2 de Chiapa de Corzo (36 a.C.) y la Estela de Tres Zapotes (31 a.C.) El hecho que estos sean los vestigios arqueológicos con inscripciones de cuenta larga más antiguos, no implica que su uso pertenezca a este periodo. Se ha supuesto que los elementos de la cuenta larga en realidad provienen de conocimientos que surgieron durante el Periodo Formativo o Preclásico Medio (1200-400 a.C.) en una zona tan amplia como el sur de Veracruz y Tabasco, Oaxaca y la costa de Chiapas y Guatemala en el Pacífico.
La cuenta larga que utilizaron los mayas permitía fijar una fecha en un ciclo que había comenzado el 13 de agosto de 3114 a.C. o 13.0.0.0.0 4 Ahaw 8 Kumk’u (la denominada Fecha Era). Esta cuenta estaba formada por una serie de ciclos cuya combinación nos puede remontar a fechas míticas, pues registra millones de años en el pasado (por ejemplo en Palenque hay registros de la creación del Universo o del nacimiento de la Tríada –los dioses GI, GII y GIII). Su funcionamiento es complicado, ya que debemos tomar en cuenta que el sistema matemático maya era vigesimal y posicional. La cuenta larga está conformada por la sucesión de varios ciclos; cada ciclo está formado por una cantidad de días determinados a los que se multiplica por números del 1 al 13 o del 1 al 20, según el ciclo. Pongamos por ejemplo la Fecha Era: a la Rueda de Calendario (4 Ahaw 8 Kumk’u) le preceden una serie de posiciones que están en ceros hasta llegar al 13. Cada uno de esos números corresponde a una posición en el calendario que registra un determinado número de días que han transcurrido desde la Fecha Era. Nuestro registro de 13.0.0.0.0 comenzando de izquierda a derecha (en los códices sería de abajo hacia arriba) corresponde a K’in (un día), Winal (un mes o veintena), Tun (un año o 360 días), Katun (20 años o 7200 días), Baktun (400 años o 144 000 días). Así, se leería 13 Baktun, 0 Katun, 0 Tun, 0 Winal, 0 K’in, 4 Ahaw 8 Kumk’u.
Los mayas nos sólo registraban el paso de los días desde esa Fecha Era. Tenemos inscripciones que llevan la cuenta minuciosa de lunaciones, eclipses, el ciclo de Venus y un registro de 819 días, del que desconocemos aún su funcionamiento.


*Publicado en Libertad de Palabra (http://www.libertaddepalabra.com/) el 24 de noviembre de 2008.

domingo, 9 de noviembre de 2008

Indigenismo e indianismo

Por Manuel Gerez*

¿Indio o indígena?
Los indios de México, o indígenas, si es que el término pretende ser más suave, pertenecen a un archipiélago lingüístico y cultural que cubre a lo largo y ancho el territorio nacional. Nos enfrentamos, sin embargo, a una problemática de definición social y cultural mucho más amplia, comenzando con la existencia de diversas corrientes que son contradictorias hacia dentro de la cultura indígena. Hay un ala que pretende una defensa férrea de las tradiciones, mientras que otra se postula por desarrollar una nueva propuesta de su cultura dentro del marco de la vida contemporánea del resto del país.
Con el concepto indígena entendemos la definición decididamente excluyente de esos grupos humanos descendientes o pretendidamente descendientes de los pueblos que habitaban México antes de la llegada de los conquistadores españoles.
El término indio deriva del error nominativo y de percepción al que incurrieron los primeros exploradores europeos al confundir América con las Indias. El nombre de las Indias Occidentales se mantuvo en buena medida a lo largo de los tres siglos coloniales; por lo que a los habitantes oriundos de estas tierras se les asignó el gentilicio de indios.


Identidad étnica
El término indio o indígena no genera un sentido de pertenencia o identidad. Para los indígenas su identidad está basada en la pertenencia a la comunidad de donde provienen, generalmente una comunidad rural. Aquí los habitantes reproducen su lengua y sus tradiciones, de manera que la tensión con el exterior incide fuertemente en la cohesión al interior. El término indígena, de este modo, se refiere a una identidad que comparte el individuo con un grupo que se considera o es tratado como similar y conforma una categoría social. La identidad compartida aproxima pero también discrimina: nosotros somos frente al otro, que es diferente.
Otro concepto utilizado para definir a estos grupos es el de etnias. Las etnias son conceptos con pretensiones históricas profundas. Las etnias cuentan con toda una cosmovisión que los sitúa dentro de la Creación, como descendientes de un dios compartido que los escoge para dominar un territorio o a otros pueblos. Estos mitos tan profundos como antiguos llevan, en la mayoría de los casos, un mensaje de superioridad, como lo ha establecido Enrique Florescano. Mito e historia son partes constitutivas de las etnias, sea para bien o para mal.
Pero las identidades étnicas no son inamovibles y el hombre tiene derecho a la búsqueda de su propia identidad cultural, aun fuera del espacio donde nació. Existen personas que buscan su pertenencia e identidad en otra cultura, olvidándose y hasta rechazando la de su origen. Por el contrario, hay personas que luchan por conservar su identidad étnica y cada uno de los elementos culturales que se le asignan como representativos de esa etnia.
Las identidades étnicas pueden estar agrupadas en diversos territorios que van desde el barrio hasta conjuntos de dimensiones mucho mayores. Sin embargo, cuanto más amplios son los agregados menos los rasgos compartidos, por lo que se tiende a disolver y a confundir con otras identidades sustentadas en la religión o la lengua, que pueden contener una o más etnias.


Lengua
Actualmente en México, según el recuento del antiguo Instituto Nacional Indigenista, se hablan 62 lenguas indígenas. Lenguas, no dialectos; éstos incrementarían el recuento en varios cientos: tan sólo en Oaxaca se hablan cerca de 40 dialectos, ininteligibles entre unos y otros aunque pertenezcan al mismo tronco lingüístico. (Ver el mapa lingüístico de México http://www.igeograf.unam.mx/iggweb/pdf/publicaciones/atlas/atlas/poblengind1980.jpg) La zona maya, por mencionar un ejemplo de etnia, cuenta con gran variedad de lenguas: más de una veintena, que se encuentran desperdigadas tanto en espacios geográficos muy amplios (maya yucateco) como en apenas unas comunidades (motozintleco).
Algunas de las lenguas indígenas desaparecen dramáticamente año con año sin que existan programas efectivos de preservación lingüística. Cabe recordar que la UNESCO establece como patrimonio cultural de la humanidad las miles de lenguas que se hablan en el mundo, y el esfuerzo por evitar su desaparición nos incluye a todos.
En Querétaro al menos se hablan tres lenguas indígenas: el pame, el otomí y, en menor medida, el huaxteco; sin embargo, los censos del INEGI permiten observar la presencia, aunque no significativa, de otras lenguas producto de la inmigración: el purépecha, el mazateco, el triqui y hasta el maya yucateco.



Supraetnicidad del concepto
El concepto de indio es supraétnico: se aplica a todas las etnias originarias del Nuevo Mundo, a los nativos, pese a la imprecisión de esos términos. El vínculo tiene mucho peso, ya que, por ejemplo, no se les llama grupos étnicos a los catalanes, ni a los vascos, ni franceses, ni italianos. En cambio, sí se les llama etnia a los habitantes morenos de la costa oaxaqueña, por ser descendientes de los grupos de esclavos africanos que trajeron los españoles durante la Colonia. Esto reafirma la tendencia que el término etnia e indígena está cargado de prejuicio y racismo.
La categoría supraétnica de indígena tardó mucho en asumirse por quienes la agrupaban, si es que acaso se ha asumido. La identidad “indígena” ha ganado presencia y legitimidad hasta conformar en la actualidad una corriente política importante en el país y entre las etnias de México, gracias a que a partir de la segunda mitad del siglo XX se han propiciado foros y condiciones para que las demandas indígenas, que se suponen compartidas por todos, ocupen el primer lugar por encima de las identidades étnicas primarias.


Indigenismo
La aparición del término indigenista, acuñado a partir del español indígena, como denominación de toda una corriente ideológica o de opinión pública tendiente, en términos generales, al tratamiento apologético del indígena o lo indígena, ha llegado a confundir a la mayoría de las personas en su aplicación correcta.
No obstante que existe una clara tendencia de los pobladores no indígenas de Latinoamérica al indigenismo, que se ha desarrollado desde los primeros contactos entre europeos y americanos a fines de siglo XV, su definición no se lleva a cabo sino hasta el siglo XX. Este término, aunque se ha diversificado en varias áreas del conocimiento y las artes, se inició como un conjunto de explicaciones sobre los indígenas, su cultura y hasta su “raza” en términos de formación e integración de la ciudadanía y lo nacional en los Estados nacionales del siglo XIX, y que en México cobra mayor ímpetu en años posteriores a la Revolución como parte del discurso político.
El movimiento indigenista no es la manifestación de un pensamiento indígena, sino un reflexión criolla y mestiza sobre el indio. De hecho se presenta como tal, sin pretender en absoluto hablar en nombre de la población indígena. Esto no impide que tome decisiones acerca de su destino en sus propios lugares, según los intereses superiores de la nación tal y como son concebidos por los indigenistas. Eso es precisamente lo que se le reprocha al indigenismo, desarrollado a partir del decenio de 1970, el cual pretende ser la expresión de aspiraciones y reivindicaciones auténticamente indias.
A partir de la década de 1970, como respuesta al enquistado indigenismo, surge el concepto de indianista. ¿En qué sentido? Desde sus inicios, el discurso indigenista ha experimentado todas sus variaciones discursivas y conformación ideológica desde el no indígena.
Españoles, criollos y mestizos, en diversos momentos históricos, han establecido un discurso de idealización del indígena y lo indígena. Así, los grupos indígenas, o al menos investigadores y gente entusiasta, han apoyado para que se conozca la otra versión del ser indígena, su cultura y su historia: aquella que viene desde los propios indígenas. A esta tendencia en contra del indigenismo –nombre de por sí siempre cuestionado- se le denominó indianismo. Surgen entonces organizaciones indianistas por toda la región latinoamericana. En México aparece la Coordinación Nacional de los Pueblos Indígenas y la Confederación Nacional de los Pueblos Indígenas, así como el CNI (Congreso Nacional Indígena).
Llegados a este punto podemos afirmar que indígena denomina a la persona cuyas características –nada sencillas de definir- lo adscriben a una cultura diferente a la Occidental. Indígena es utilizado en diversas formas. Existe una cultura indígena, un grupo indígena, artesanía indígena, hasta agricultura y comercio indígenas.
Si por el contrario decimos literatura indigenista, no estamos hablando de la creación literaria indígena, como podría ser el Popol Vuh o los Chilam Balam, por mencionar algunos textos de origen indígena, o bien los textos generados a partir de talleres literarios en lenguas indígenas, del que Carlos Montemayor es un asiduo promotor; sino de la creación literaria de escritores no indígenas. Por ejemplo, algunas obras de Rosario Castellanos, Bruno Traven, José Bonifaz Nuño, entre muchos más. Así, puede existir teatro indigenista, música indigenista, pintura indigenista, escultura indigenista.
Si bien hay que matizar los objetivos de la producción artística indigenista, encaminada desde principios de siglo XX a la conformación de una cultura nacional diferenciada de Europa mediante la figura original del indio y lo indígena, donde entraría la obra del muralismo mexicano, la música de Chávez –no de Óscar sino de Carlos- o de Candelario Huízar, la obra literaria de Miguel Ángel Menéndez (Nayar, 1940), Gregorio López y Fuentes (El indio, 1935), entre otros mexicanos y latinoamericanos, producida entre 1920 y 1940, las obras posteriores también son consideradas indigenistas, aunque no pretendan ya aquel objetivo de una nación unificada y monocultural, sino a la exposición de una realidad indígena tan cruda como lo hacen Bruno Traven en La rebelión de los colgados, o El oficio de tinieblas, de Rosario Castellanos, donde una extrapolación de la guerra de castas en Chiapas (la Guerra de Santa Rosa) a la época del cardenismo sirve de reflexión existencialista a la autora. También el indigenismo tiene fruto en la arquitectura, donde la disciplina reconsidera las formas aztecas, incas y mayas de la arquitectura, empleando materiales novedosos como es el hormigón y el vidrio.
De entre los diversos ejemplos con que contamos, la obra de Pedro Ramírez Vázquez, el Museo Nacional de Antropología e Historia, de la ciudad de México, será su mejor expresión. Otros ejemplos de la arquitectura indigenista son el edificio del Diario de Yucatán y el parque y biblioteca municipales en la ciudad de Mérida. Los hay también en la ciudad de México: el Museo Anahuacalli, el extremo de las transposición arquitectónica; o bien casas como la situada en canal de Miramontes, de clara influencia estilística de la zona de Mitla, Oaxaca.




Bibliografía
Warman Arturo, Los indios mexicanos en el umbral del milenio, México, FCE, 2003.
Favre, Henri, El indigenismo, México, FCE, 1988 (Colección Popular, 547)
Villoro, Luis, Los grandes momentos del indigenismo en México, 3ª. ed., México, FCE-El Colegio de México-El Colegio Nacional, 1996 (Cuadernos de la Gaceta, 90)

* Publicado en Libertad de Palabra, 12 de diciembre de 2005.