jueves, 16 de julio de 2009

De la tradición a la escenificación

Manuel Gerez del Río

El pasado se convierte en un activo configurador del presente en todos los ámbitos de la vida humana. La memoria colectiva, fuera del marco institucional, selecciona de una forma u otra los elementos culturales del pasado para la creación de la tradición.

La gente lleva consigo una carga cultural muy amplia y diversa que la determina como parte de una cultura: formas del habla, expresiones, gesticulaciones, vestimenta, comida; pero también como grupo: elementos de comportamiento colectivo que se expresan a través de fiestas, rituales, bailes, cuyo significado específico sólo los integrantes de esa colectividad comprenden y viven como experiencia común.

Un ejemplo de ello sería una danza específica en una población del país con motivo de la cosecha, asociada a las fiestas de una imagen religiosa específica. Tanto el bailable (su conformación en pasos y movimientos) como la música y los rituales asociados son comprendidos, asimilados y vividos por los integrantes de la colectividad, mientras que una persona ajena al grupo lo vería como una expresión artístico-cultural cuyo significado se le escapa a toda costa.

¿Qué sucede cuando los grupos humanos migran? De diversas maneras, por supuesto, el grupo se mantiene cohesionado culturalmente. En su momento, si el número de individuos y la organización –además de muchos otros factores- así lo permite, se agruparán como colectividad cuya identidad -el sentido de pertenencia- se mantiene y fortalece.

La expresión como colectividad de estos grupos fuera de su comunidad está marcada por el ejercicio de fiestas y celebraciones que rememoran las llevadas a cabo en el lugar de origen. Sin embargo, el uso del folklore y de la tradición toma un nuevo sentido, no sólo por la recreación en sí misma sino por la pérdida del lazo al espacio simbólico-cultural de origen que es el que mantiene y sustenta el conjunto de signos y significados culturales. En el exterior, la expresión tradicional se torna en un drama folklórico, una escenificación cuyos asistentes dejan de ser elementos copartícipes de la reproducción de la tradición para convertirse en público o, en el mejor de los casos, en actores del drama folklórico.

Existen, por lo tanto, dos distinciones entre la tradición: la del lugar de origen cuya colectividad sigue, vive y reproduce la tradición, pues la cultura es dinámica; y la del exterior, la que forma grupos folklóricos cuya presentación se torna institucional, teatral en cuanto que se establece como espectáculo y cuyo público en casi todos los casos está escindido de la significación del acto tradicional interpretado: los pasos rituales de un baile, la monotonía de la música para entrar en trance, la vestimenta, los alimentos, la secuencia de movimiento a través de un espacio simbólico establecido.

El proceso de “tradicionalización”, que enfatiza el carácter procesional, construcción activa de conexiones entre el presente y un pasado significativo, involucra una selección intencionada del pasado en que los sentidos se recuperan en signos que, sacados del contexto original, vuelven a contextualizarse en una nueva cadena de signos que evoca los primeros pero resignificados: el festejo de Día de Muertos que pasa de una convivencia con los antepasados (sagrados), con tiempos marcados, a un concurso de altares carente de sentido y significación para el observante, salvo la reacción ante la estética de una obra artística.

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