lunes, 10 de noviembre de 2008

Mala señal.

Por Manuel Gerez

M. abrió la puerta con cierto sigilo para no perturbar el sueño de su mujer; contra todo orden de su costumbre y tolerancia, se había vestido en el baño para evitar que la luz y el ruido la molestaran. Aún no amanecía. Odiaba levantarse tan temprano; desde siempre lo había detestado y pensó que no lo haría más. Tener que comenzar a hacer actividades en plena oscuridad, con frío y somnoliento le parecía deprimente. Sin embargo, lo que le tenía muy molesto esa mañana era tener que realizar el viaje de trabajo que le encomendaron el día anterior. La última vez que lo hizo fue dos meses atrás y la pasó fatal: más de seis horas de curvas; el mareo le duró dos días y dos noches acompañado de un prolongado vómito que lo dejó tembloroso de pies a cabeza. Había regresado deshecho y juró, en un arranque de ira hacia los cuatro vientos, que no volvería a poner de nuevo un pie ahí. A los pocos días, una noche, sintió que moriría. Según el médico que lo atendió de urgencia, la tensión del trabajo y el viaje le provocaron un ataque de ansiedad. Y si lo sabía. M. no dormía por el miedo a quedar muerto en cualquier momento. A leguas se notaba que no estaba nada bien de los nervios; desde aquel viaje le costaba conservar la calma, se le veía cansado, irritable y a ratos su esposa lo escuchaba llorar en el baño. Ahora tenía que volver a la carretera y eso incrementó su malestar. Se acercó a la cama y le dio a María un cariñoso beso de despedida en la frente. La mujer yacía tranquila entre los almohadones; pero le sorprendió ver entre la velada luz del amanecer sus ojos abiertos. –Me voy- le susurró al oído como si alguien pudiese escucharlos. - ¿Tan pronto? Si aún no amanece.-Ya sabes que el camino es muy largo y no me gusta conducir de noche. De hecho ya sabes que detesto ese maldito viaje –dijo con voz chillona y temblorosa- No me gusta conducir por la sierra. Cada curva que paso siento que me saldré del camino y moriré en el barranco. -¡No digas eso! Menos ahora que te vas y me dejas sola.-Sí, perdona. Pero me pone tan nervioso el viaje… El clima es un asco, parece que lloverá todo el camino y eso me altera; sólo espero que no haya demasiada neblina-. Hizo una ligera pausa mientras miraba el reloj en el celular. -Además, le tocaba al hijo-de-puta del supervisor hacer la ronda por la sierra, no a mí. En fin, me voy.- ¿Llevas los medicamentos y el celular? –Sí acá lo tengo –respondió mientras movía el aparato con la mano. -Pero ya sabes que hay muchos tramos donde no hay señal. Y las pastas siempre las llevo en el bolsillo. ¡Va! Me voy que amenaza lluvia –cortó rápidamente la charla con su mujer para no ahondar en detalles sobre su salud. -¡Cuídate!- . Alcanzó a escuchar al momento de cerrar la puerta tras de sí.

A la entrada de la sierra detuvo el auto rojo en un estrecho espacio de terreno antes de una prolongada curva, anuncio del sinuoso y largo camino que estaba por transitar, justo frente a una pequeña ermita de deslavados muros encarnados. El teléfono había sonado un par de veces durante el trayecto, pero al contestar perdía la conexión por la mala señal que había en la zona. Descendió del auto y se quedó recargado en la portezuela para encender un cigarrillo con aire de preocupación. Miró a su alrededor: primero echó un vistazo a las suaves líneas de tonos azulados que las altas montañas dibujaban en el horizonte. Dejó salir un suspiro; le atemorizaba demasiado el camino que le esperaba. Y no sin razón: desde hacía unos minutos sentía hormigueo en las sudorosas manos  y una sensación horrible de falta de aire lo asaltaba por momentos. No lo pensó más, atrabancado buscó algo en el bolsillo del pantalón y se llevó a la boca el tranquilizante: “media pastilla cada vez que comiences a sentirte mal”, era la dosis que le había recetado el médico. Pero no, mejor sería tomarse un comprimido completo para que actuase más rápido y lo mantuviese calmado. Las nubes de tormenta se estaban juntando en la sierra; por lo visto una copiosa lluvia lo acompañaría todo el camino.

Tras una larga chupada al cigarro miró la iglesia que tenía enfrente; mientras la revisaba dejó salir una plegaria entre dientes: “Jesusito de mi vida, líbrame de todo mal”, una oración que su madre le enseñara de pequeño y que repetía instintivamente cada vez que estaba nervioso. Luego se quedó inmóvil unos segundos para escuchar. Nada. Sólo se oía el viento y los truenos a lo lejos, y entre uno y otro el silencio lo inundaba todo. Ni el piar de un ave o el ruido de algún motor se percibían. Los oídos le zumbaban por la casi total ausencia de sonido; sólo alcanzaba a sentir el fuerte golpeteo de su corazón que parecía haber abandonado el pecho para estacionarse en los tímpanos. Estaba completamente solo; sólo él, el camino y la agreste naturaleza a la que se adentraría.

La maldita pastilla no le hacía efecto. El trastorno nervioso le provocaba un fuerte dolor de cuello; parecía que la cabeza le pesara mucho y que el peso lo vencería y lo jalaría hasta el suelo. El ciclo de la crisis ansiosa había iniciado; la agorafobia comenzaba a mellar su percepción del entorno y se sintió presa del miedo al ver que el cielo y la tierra se iban contra él. Un escalofrío lo sacudió violentamente, mientras cerró los ojos con fuerza, respiró pausada y profundamente para calmarse e instintivamente sacó el celular para sentirse seguro; lo miró dos veces sólo para comprobar la ausencia de señal. -Lo que faltaba. Todavía no me adentro a la sierra y ya no hay comunicación-, balbuceó tras morderse ansiosamente los labios al tiempo que  introducía la mano en el bolsillo para zamparse otra pastilla.

Volvió la cara hacia la iglesia buscando alguna tranquilidad, pero lo sobresaltó la presencia de un viejo de mirada sombría que lo estaba observando desde un costado del camino. ¿Cuánto tiempo llevaba ahí? No lo sabía. Portaba una larga barba blanca que, a pesar de la distancia, denotaba la dureza de la suciedad, un sombrero de paja desgastado en un pardo lustroso, una gruesa vara que le servía de bastón y un machete colgado al cinto que mal cubría la muy común chamarra de lona que usan los campesinos. A pesar de la imagen cansada que reflejaba, el viejo se veía de una dureza extraordinaria. M. se quedó un momento meditando; dubitaba pero al fin decidió acercarse. Al hacerlo patinó en el lodazal que la lluvia había provocado. Apenas y se había percatado de dónde aparcó el auto. -¡Puta madre! ¡A ver si no se atasca esta mierda!- dijo para sí entre enojado y angustiado, maldiciendo el día, su suerte y su destrozada existencia. Al punto se acercó a la vera de la carretera para saludar con un inseguro movimiento de mano al viejo. Sin embargo, el anciano permaneció inmóvil, como si no lo viera aunque sus ojos permanecieran fincados sobre él. La mirada oscura de aquel hombre le inquietaba sobremanera. Y no sólo eso; a pesar de que el hombre se veía de lentos y cansados movimientos, estaba armado y ahí, en medio de nada, M. se sentía expuesto a cualquier peligro, real o imaginario. La falta de respuesta del anciano le cayó fatal. Para un hombre como M. que sufría de una enfermedad mental, el mundo en sí mismo era un ente violento del que había que estar alerta. Se había vuelto un hombre asaz introvertido, en extremo inseguro de sí mismo. El tratar de ser agradable con gente desconocida lo ponía en desventaja; sufría, lo sabía bien. No sabía qué esperar de la reacción normal de la gente. Y el hecho de que el anciano lo ignorara lo hizo sentir extraño, tonto, vulnerable. Al momento le pesó la sonrisa que había mantenido no sin esfuerzos. Un temblor le sacudió la cabeza debido a la tensión en el cuello; comenzó a marease, la visión se le redujo y una fría sudoración le corrió por todo el cuerpo. Sabía que estaba ante un evento de pánico; el psiquiatra se lo había explicado una y otra vez en cada sesión, pero no sabía controlarlo y el miedo se apoderó de él. Maquinalmente metió de nuevo la mano en el bolsillo del pantalón para tomarse en el acto otro tranquilizante. -¡Maldito médico! En cuanto lo vea le diré que estas pastillas no me sirven.- Y se tomó dos más para sentir mejoría lo antes posible.

Al subirse al auto miró involuntariamente hacia la ermita para buscar al viejo. ¡Se había ido! Seguro estaba escondido detrás del contrafuerte del templo; un hombre en esas condiciones de vejez difícilmente habría caminado tan rápido como para no alcanzar a verlo. Para ese instante, M. estaba completamente fuera sí por el pánico. El corazón le latía fuertemente y la respiración se le entrecortaba a cada inhalada. Apretó los dientes, fuera de sí y sin control y sin razonar, pisó el acelerador a fondo, a pesar de que la curva estaba a unos metros, a pesar del lodazal donde había estacionado el auto. El acelerón hizo que las llantas patinaran y el auto saliera disparado, sin control, contra la barra de contención que limitaba la curva en el horizonte; la delgada lámina cedió ante el violento impacto del auto, que se precipitó a la cañada. El choque seco contra el suelo desde aquella altura hizo que M. quedara mal herido entre los fierros del auto. No podía moverse, la cabina se había comprimido y le había prensado las piernas. La cabeza estaba recargada sobre el volante y lo único que sus ojos alcanzaban a ver era la cruz de la ermita que asomaba por la línea del camino. “Jesusito de mi vida, líbrame de todo mal”.

M. sacudió la cabeza para disipar los humos de la confusión. Intentaba establecer una lógica entre la realidad y lo que su cabeza le indicaba, pero la sobredosis de tranquilizantes se lo impedía; el cuerpo se le aflojaba, perdía fuerza. Su mente dopada aletargaba la percepción: los sonidos, las imágenes, los movimientos que lograba hacer, se producían, en su opinión, en forma extremadamente lenta.

A lo lejos alcanzó a escuchar ruidos de pisadas que se abrían paso entre las piedras y el lodo. Un golpe seco, intermitente, acompasado, provenía de la cañada: alguien se acercaba. Seguro era el viejo, ¿quién más si no había visto a nadie? ¿Vendría en su auxilio? Comenzó a reír tontamente para después llorar por suerte tan miserable. De súbito sintió en el rostro sangrante la sombra del cuerpo del anciano y el sonido del machete contra la portezuela; pensaba que estaba más lejos, había calculado mal la distancia y lo tomó desprevenido. A pesar del estado tan delicado en el que se encontraba, la presencia del oscuro hombre le inquietaba. ¿Qué podía hacer, de todas maneras, un vejestorio de esa calaña para salvarle la vida? El viejo se asomó por la ventanilla y lo miró fijamente con sus cansados ojos negros.

¡Ayúdeme por favor!- le imploró lloroso y con voz pastosa por el exceso del medicamento. Soltó una risotada estruendosa cuando se escuchó y se detuvo a pensar palabra por palabra la forma en que había arrastrado cada sílaba. Estaba totalmente fuera de sí, no podía controlarse; la hilaridad y el llanto intermitente se apoderaron de él.

El viejo tampoco se inmutó, a pesar de la estupidez del herido. Abrió la portezuela con tal fuerza, que M. jamás pensó que un hombre de aquella edad tuviera. La lámina crujió lastimera al momento de ceder al tirón. M. quedó expuesto ante la mirada firme de aquel hombre viejo. Por mucha inseguridad que le generara la presencia de aquel sujeto, no podía hacer nada; el cuerpo no le respondía más. Ahora que lo tenía tan cerca se percató del grave error que había cometido: la figura cansada del hombre que vio al costado de la iglesia había cambiado; el rostro taciturno de hacía unos minutos se había tornado violento, reflejaba coraje, odio; el resentimiento de siglos de golpes, abusos y violaciones irradiaba con furia por aquellos oscuros ojos. Lo demás fue cuestión de segundos. M. trató de gritar al momento en que vio el reflejo de la filosa hoja del machete, pero el certero golpe que le atravesó el cuello se lo impidió. Entre la somnolencia de los tranquilizantes y la precipitada fuga de la vida, alcanzó a escuchar de nuevo el timbre del celular. “Jesusito de mi vida…”

Por fin, alcanzó la destruida barra de contención. Había llegado casi sin aire. Mientras con una mano tapaba el brillo del sol reflejado en el auto destrozado,  con la otra se detenía de la barra de contención para poder gritarle al niño que había descendido a la cañada. -¿Qué pasó? - Nada abuelo, está muerto –grito el niño, atónito. -La lámina había cortado el cuello de M.

 

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2 comentarios:

JuanPop dijo...

Muy bueno lo que has escrito. Hacia tiempo que no leía atento un blog desconocido. Vuelvo pronto, si es que hay una "buena señal"

Soy JuanPa:

http://juapalucinante.blogspot.com
http://juanpop.blogspot.com

Tlacopan dijo...
Este comentario ha sido eliminado por el autor.